Durante el trayecto hasta su casa, Peper no dejaba de pensar en Coco, su perro. El fiel amigo que la acompañó durante tantas noches de estudio, su compañero durante los momentos buenos y mucho más durante los malos. Pensar en él siempre la reconfortaba.
Había considerado instalar cámaras de seguridad en varias ocasiones, pero siempre lo postergaba, convencida de que era un gasto innecesario. Después de todo, vivía sola en un pequeño pueblo donde todos se conocían. ¿Qué podía pasar?
El trayecto le tomó poco más de una hora. Aparcó en la calle y subió corriendo las escaleras hasta el segundo piso mientras buscaba las llaves en su bolso. Al llegar, notó algo extraño: la puerta estaba entreabierta, y la cerradura lucía forzada. Un escalofrío le recorrió la espalda.
—¿Coco? —preguntó en voz alta, pero no hubo respuesta. Coco solía ladrar al escucharla subir las escaleras, pero esta vez todo estaba en silencio. Abrió la puerta despacio, inspeccionando a ambos lados, y repitió con un nudo en la garganta:
—¿Coco? ¿Hay alguien ahí?
El silencio se hacía cada vez más pesado. Entró al hall con pasos cautelosos, mirando en todas direcciones. Al girar hacia el salón, su corazón se detuvo: en medio de la habitación, Coco yacía inmóvil, envuelto en un charco de sangre.
—¡Malditos cabrones! —gritó mientras corría hacia él, las lágrimas brotando sin control. Pero no alcanzó a llegar. Un golpe brutal en la nuca la derribó de bruces al suelo. Apenas tuvo tiempo de reaccionar antes de escuchar una voz ronca:
—Esto te enseñará a no meterte donde no te llaman, niñata estúpida.
Como si todo sucediera en cámara lenta, sintió su rostro impactar contra las frías baldosas. Su cuerpo cayó pesado sobre el suelo, manchándose de sangre. Lo último que vio fueron los ojos sin vida de Coco.
Cuando recobró algo de conciencia, la noche había caído. La luz de las farolas se filtraba a través de las cristaleras del salón. Un zumbido constante llenaba sus oídos, y su cuerpo estaba inmóvil, atrapado por el dolor. Podía escuchar murmullos a lo lejos, pero no lograba distinguir si eran las mismas personas que la atacaron. Entonces, los recuerdos volvieron como un torrente: la foto, el mensaje, la puerta abierta, Coco muerto, el golpe. Intentó mover el brazo para tocarse la cabeza, pero un tremendo dolor le impidió siquiera intentarlo. Tratar de gritar fue en vano; su boca no respondía. Con cada esfuerzo, el cansancio la vencía de nuevo. Finalmente, la oscuridad la envolvió otra vez.
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Una semana después, abrió los ojos en la cama de un hospital. Todo estaba borroso, pero reconoció las figuras de su madre y su hermana Rachel al pie de la cama. Intentó hablar, pero no pudo. El lado izquierdo de su rostro estaba hinchado y dolorido, y su brazo derecho se sentía pesado e inutilizado.
—¿Cómo estás, dormilona? —preguntó Rachel, intentando sonar ligera. —Menudo susto nos has dado, pero por fin estás de vuelta.
Peper quiso responder, pero su boca seguía sellada. Rachel le acarició la mano con suavidad y continuó:
—Sé que tienes muchas preguntas: “¿Dónde estoy? ¿Qué ha pasado? ¿Por qué me duele todo y no puedo hablar?” La última parte seguro que es la peor para ti, pero, oye, al menos ahora no puedes darnos la lata con tus historias.
Rachel intentó reír, pero la tristeza en sus ojos era evidente. Su madre se acercó al otro lado de la cama, besó su frente y tomó su otra mano.
—Ya estás a salvo, hija —dijo con voz temblorosa.
Entre las dos le explicaron lo que sabían: dos ladrones habían entrado en su casa y, al oírla llegar, la golpearon antes de huir. No se llevaron nada, pero mataron a Coco. La Policía Local creía que había sido un robo más de los muchos que estaban ocurriendo en la zona.
Peper quería gritar que no era cierto, que aquello no había sido un simple robo, pero estaba atrapada en su propio cuerpo. Una lágrima rodó por su mejilla mientras el dolor emocional eclipsaba al físico.
Pasaron semanas hasta que le dieron el alta. Durante el trayecto a casa de su madre, donde viviría mientras se recuperaba, se sumergió en sus pensamientos. Todo le parecía irreal, pero una cosa tenía clara: no podía confiar en la versión oficial.
Al llegar, un Audi azul oscuro ocupaba la plaza de aparcamiento. Rachel bufó molesta y bajó para pedir que lo movieran. Cuando el conductor salió, Peper sintió que el corazón le daba un vuelco: ¡era Marc!
—¡Mámá, dile a Rachel que se calme! Él es del trabajo —dijo con esfuerzo.
Marc se acercó a ella mientras su madre y Rachel los dejaban solos.
—No tenemos mucho tiempo —dijo él en voz baja—. ¿Cómo te encuentras? Sabemos del mensaje y lo que significa. Hiciste bien en no decir nada a la Policía Local, pero ahora tenemos un problema más grave. La jefa quiere verte cuanto antes. ¿Puedes venir ahora conmigo?