Se encontraba en la cama. El ronroneo de Wasi, dormida entre sus piernas, había contribuido a su insomnio temporal. Quizás también fuera fruto del cajón de oportunidades que se había abierto de golpe horas antes.
No lo comprendió hasta que, en relativo silencio, pudo sentarse y pensarlo. 8.760. Esa era la cifra exacta con la que Peper pensaba trabajar.
Con los ojos abiertos, sin mirar a nada en particular y en la profunda oscuridad de su dormitorio, barajaba las opciones abiertas sobre la mesa. Repasaba mentalmente el mensaje cifrado en las doce cartas que había recibido de aquel desconocido.
8.760, ese número no dejaba de aparecer en su cabeza. Tendida en la cama, con las manos reposando sobre su abdomen, recordaba la primera de esas cartas.
Estaba en la cocina, preparando el desayuno para Marc y para ella cuando el Señor Flannigan, su vecino, se la entregó. Alguien la había metido por error en su buzón y, por cortesía, había querido entregársela durante su paseo matutino.
Peper no pudo disimular su sorpresa.
—¿Una carta? ¿Para mí? —dijo incrédula.
Demasiado fan de la tecnología como para que alguien le hiciera llegar algo por el servicio postal. La recogió, dudosa, y agradeció el gesto al Señor Flannigan con una sonrisa.
Con la infusión en la mano, caminó hasta la mesa de la cocina, dispuesta a inspeccionar el sobre. Era blanco, de tamaño estándar. Su nombre estaba perfectamente escrito en la parte trasera y debajo, su dirección.
—Qué extraño —murmuró Peper, sin apartar los ojos del sobre—. Aquí apenas conozco a nadie y nunca he dado mi dirección.
El sobre no tenía marcas que le hicieran sospechar del remitente. Le resultó curioso que no tuviera sello.
—Quizás se haya caído con la humedad —manifestó para sí en voz baja.
Pero tampoco había marcas de pegamento en el lugar que podía haberse localizado el sello.
Decidió abrir el sobre y ver qué contenía.
El papel del interior era blanco, doblado en tres partes perfectamente simétricas, y contenía una cita que le resultaba completamente incomprensible:
8. “En un instante, mientras las olas rompían contra las rocas, comprendió que, al igual que el mar, los secretos no se pueden contener por siempre. Tarde o temprano, la marea los arrastra, y el pasado sale a la superficie. De nada sirve intentar huir, de nada sirve intentar esconderse en iglesias cuando el agua ha llegado ya a las Catedrales.”
No había firma, no había marcas, no había notas; simplemente esa frase escrita en negro en medio de una hoja completamente en blanco.
Sorbió otro poco de té de su taza favorita mientras analizaba mentalmente cada una de esas palabras. Consideró que tal vez fuera un error, pero su nombre estaba escrito a mano en el sobre y la dirección era correcta, a pesar de los problemas con los números en el pueblo.
Muchas casas habían sido abandonadas hace años por personas que se habían trasladado a lugares más grandes. Hubo una reestructuración de los números de la calle, asignando nuevos números. El servicio postal se había vuelto precario, y cada tres meses había un cartero nuevo al que había que explicar todo esto.
Peper había perdido la fe; a ella no le llegaba correo postal y no tenía un buzón como el de los demás vecinos. Quizás por eso dejaron la carta al Señor Flannigan. Tal vez el nuevo cartero se había equivocado, como había pasado antes con otros carteros. Pero no tenía sello. Quizá todo era fruto de la casualidad, pero ella no creía en casualidades, la vida la empujó a creer en mas de una ocasión que eso no existía y ahora no se permitía dudar. ¿Quién la había dejado allí?
Se encontraba navegando entre sus pensamientos cuando Marc apareció en el umbral de la puerta.
—Me ha parecido escuchar la puerta. ¿Quién era, cariño? —dijo mientras besaba su frente delicadamente.
Peper sonrió. Marc había salido de la ducha y desprendía un agradable olor a arándanos.
—Era el Señor Flannigan. Al parecer, alguien dejó una carta en su buzón para mí y quiso entregármela. No tiene remitente y nunca he dado esta dirección a nadie. Mis pacientes no saben dónde vivo y, desde que nos mudamos, no tenemos mucha vida social aquí. Tampoco tiene sello, así que creo que alguien la ha llevado allí.
—Déjame ver —contestó Marc mientras se sentaba a su lado en la mesa.